«¡Explota en llamas! Explota en llamas y está cayendo, se está chocando… ¡Quítense de en medio, quítense de en medio! […]¡Oh, la humanidad, y todos los pasajeros gritando alrededor!»
En estos términos con la voz quebrada por el horror el periodista radiofónico estadounidense Herbert Morrison narraba para sus oyentes el 6 de mayo de 1937 el accidente del dirigible LZ 129 Hindenburg cuando intentaba aterrizar en la Estación Aeronaval de Lakehurst, New Jersey. De las 97 personas que viajaban a bordo fallecieron 35, 13 pasajeros y 22 tripulantes. No solo fue el mayor desastre aéreo sucedido hasta aquel momento, sino que fue el primero documentado cinematográficamente, pero, sobre todo, fue un durísimo golpe para la campaña de propaganda nazi.
En efecto, el Hindenburg era el buque insignia para mostrar al mundo los avances tecnológicos del Reich que iba a durar mil años. No tiene nada de extraño que una año antes, el 1 de agosto de 1936, con motivo de la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de la XI Olimpíada justo antes de que Adolf Hitler apareciera en el palco del Estadio Olímpico de Berlín para pronunciar el discurso inaugural el Hindenburg majestuosamente sobrevolara el coliseo berlinés.
El Hindenburg en solo un año cruzó el Atlántico 17 veces, batiendo el record de haber realizado la travesía de ida y vuelta en solo cinco días. Recorrió más de 300.000 kilómetros y transportó a tres millares de pasajeros en unas instalaciones de lujo (el hotel del cielo, lo llamaba la publicidad de la época) solo comparables con las del trágicamente desaparecido Titanic. El bloqueo norteamericano a la exportación de helio a Alemania obligó a los técnicos nazis a sustituir este gas por hidrógeno, mucho más inflamable. Sin embargo, la autoridades germánicas presumían de la seguridad de su tecnología hasta el punto de que dotaron al Hindenburg de un salón para fumadores.
En tales circunstancias, el régimen nazi no podía admitir ningún fallo de seguridad, así que, como los malos perdedores, recurrió a la excusa del sabotaje. Incluso encontraron un chivo expiatorio: Jospeh Späh, un acróbata y artista de variedades, de origen alemán pero nacionalizado en EEUU. Las autoridades nazis le acusaron de haber colocado una bomba en el Hindenburg. Afortunadamente para Späh, en EEUU a diferencia de en el III Reich, sí existía la presunción de inocencia y como el FBI no encontró ninguna prueba de sabotaje, Späh no fue acusado y pudo continuar una carrera exitosa.
El caso del Hindenburg es paradigmático de la soberbia con la que actúan los gobiernos tiránicos: antes de admitir sus propios fallos tratan de culpar a otros. Hace apenas dos semanas asistimos al bochornoso e insólito espectáculo de la caída de la red eléctrica en toda la península. A pesar de que los informes técnicos insisten en que la causa del mega apagón fue el desequilibrio de una red que responde más a criterios ideológicos que a la eficiencia técnica, con ese empeño infantil en ser el primer país que dependa solo de las energías renovables, el gobierno insiste en buscar la causa en un malavado sabotaje por parte de hackers.
Pero lo más ridículo es que una semana después, en el puente de mayo, volvimos a dar un espectáculo internacional bochornoso cuando más de 10.000 pasajeros quedaron atrapados en los trenes de alta velocidad. Una vez más, el gobierno de Sánchez achacó el gravísimo incidente a un acto de sabotaje.
Es muy significativo que ante los desastres Pedro Sánchez reaccione con las mismas evasivas que el régimen nazi. Será porque su infinita soberbia lo iguala a ellos.
Imagen: Sam Shere. Archivo Nacional @ Flickr Commons