Como investigador, perito judicial en delicuencia económica, y experto en prevención del blanqueo de capitales y financiación del terrorismo, me he cansado de repetirlo: la corrupción en España no es un mal endémico sin remedio. Tiene solución. Rotundamente, sí. Pero hace falta lo que parece más escaso en este país: voluntad política.
España ha apostado históricamente por un modelo punitivo, represivo. El 95 % de los recursos se destinan a la respuesta penal, al castigo, y apenas un 5 % a la prevención. Y eso es un error colosal. Porque cuando el castigo llega —si es que llega— ya es demasiado tarde. El dinero ha volado, la confianza ha muerto y la justicia aparece años después, diluida entre recursos, procedimientos y una burocracia criminal que favorece al corrupto.
Desde mi experiencia, lo tengo claro: si aplicáramos en la Administración pública los mismos estándares preventivos que se exigen al sector privado, otro gallo nos cantaría. ¿Por qué un empresario está obligado a tener un plan de prevención del delito, una evaluación de riesgos, un manual ético, y una administración pública no? ¿Por qué los partidos políticos y los sindicatos están exentos de las obligaciones de la Ley de Prevención del Blanqueo y de la responsabilidad penal de las personas jurídicas? Aunque estén obligados, se la saltan sin consecuencias. La incoherencia es sangrante.
Y no será por falta de intentos. Muchos profesionales del ámbito privado llevamos años solicitando entrevistas con responsables políticos, tanto a nivel nacional como autonómico, para ofrecer propuestas concretas, mecanismos eficaces, soluciones que ya están funcionando en otros países. ¿La respuesta? Silencio. Indiferencia. O directamente, desprecio.
Mientras tanto, seguimos asistiendo al espectáculo de siempre. Asesores, ministros, secretarios de organización… y algunos que todavía sostienen que “los políticos honrados no dimiten”. Otros son detenidos por blanqueo o fraude fiscal, y todo continúa como si nada. En otros países de nuestro entorno, eso supondría la dimisión inmediata y la inhabilitación política de por vida. Aquí, el tiempo pasa, el olvido llega y todo se blanquea: también la memoria colectiva.
Lo más grave es que hemos normalizado la corrupción de baja intensidad. Porque la corruptela está instalada en nuestra cultura como parte del folclore. “Aún se ha llevado poco”, “yo en su lugar habría hecho lo mismo” … Pero algo empieza a cambiar. Cada vez más personas entienden que la corrupción, por pequeña que sea, nos cuesta millones, nos aleja de la justicia y nos condena al descrédito.
Y es que no solo se trata de robar dinero. El coste de la corrupción es también reputacional, democrático y social. En 2013, la Universidad de Las Palmas estimaba que España perdía 40.000 millones de euros al año por culpa de la corrupción. A eso hay que añadir el coste de oportunidad: los inversores que no vienen, los proyectos que se frenan, la confianza ciudadana que se esfuma. Y añadamos además otra gran corrupción: los sobrecostes, cuantificados en cerca de 48.000 millones de euros, según datos de la CNMC.
Por eso creo firmemente que la prevención es la única salida real. Hace falta un cambio legislativo profundo, que afecte también a la financiación de los partidos políticos. Necesitamos transparencia, control, auditorías independientes y reglas claras. Un sistema de financiación mixto —con parte pública y parte privada bien regulada— que garantice la participación de todos los partidos sin convertir la democracia en un club para millonarios.
Y no, no creo que haya que endurecer las penas como única solución. Lo que hay que hacer es que se cumplan las que ya existen, que los procesos judiciales no se eternicen y que exista responsabilidad civil. Si un cargo público roba, que lo devuelva. Todo. Hasta el último céntimo. Hoy en día, ni siquiera eso está garantizado. Tampoco se puede permitir que, en investigaciones por blanqueo, no se puedan bloquear cuentas de forma preventiva. Cuando el juez reacciona, el dinero ya ha desaparecido en una maraña de sociedades pantalla y paraísos fiscales.
Es desolador comprobar que en España la corrupción sigue campando a sus anchas. ¿De verdad alguien puede defender que el sistema funciona?
La consecuencia directa es la desafección ciudadana, la desconfianza creciente hacia las instituciones. Y no, no todo se cura con marketing político o con discursos huecos. Hace falta trabajar, no prometer que se va a trabajar. Solo así lograremos reconectar a la ciudadanía con sus instituciones. Porque si no, el espacio lo ocuparán los populismos, esos encantadores de serpientes que se alimentan del hastío, la rabia y el cinismo colectivo.
Estamos a tiempo. Cada vez menos, pero aún lo estamos. Necesitamos valentía, reformas legales, voluntad política real y una ciudadanía que no aplauda al que “trinca” o al que va de “malote”, sino que lo repudie.
Porque si no cambiamos ya, lo pagaremos todos. Y lo pagaremos muy caro.



