El Plan Anticorrupción necesita algo más: una Ley Orgánica

El reciente Plan Estatal de Lucha contra la Corrupción, presentado por el Gobierno en julio de 2025, representa uno de los ejercicios más ambiciosos y completos de nuestra democracia reciente para combatir uno de los males estructurales más dañinos: la corrupción institucional. No solo recoge muchas de las recomendaciones formuladas durante años por el GRECO, la OCDE o la Comisión Europea, sino que incorpora medidas valientes, innovadoras y —si se implementan correctamente— con un enorme potencial transformador.

Entre las principales acciones destacan la creación de una Agencia Independiente de Integridad Pública, la implantación de controles patrimoniales aleatorios para altos cargos, el refuerzo de la Fiscalía Anticorrupción, el uso de inteligencia artificial para detectar patrones irregulares en contratación pública, y la obligación de sistemas de cumplimiento normativo (Compliance) para empresas que contraten con la administración. Se proponen también reformas en materia de transparencia, protección efectiva de denunciantes, recuperación de activos, sanciones a empresas corruptoras y educación en valores éticos.

En definitiva, el plan toca todos los ángulos del problema: la prevención, la detección, la sanción, la recuperación del daño causado y la concienciación social. En términos técnicos, no se puede negar que el documento tiene profundidad, diagnóstico y propuesta. Ahora bien, tan importante como el contenido es el formato elegido para desarrollarlo. Y aquí es donde aparece una preocupación legítima: el plan plantea una batería de modificaciones puntuales a múltiples leyes ya existentes, pero no articula una Ley Orgánica integral que dé coherencia, estabilidad y rango normativo a todo el conjunto. Esta dispersión legislativa puede poner en riesgo su eficacia real.

La corrupcion no puede abordarse únicamente desde un enfoque técnico ni ejecutarse exclusivamente por voluntad del Gobierno de turno. La integridad pública debe ser una cuestión de Estado, y como tal, debe ser tratada en el Congreso de los Diputados mediante una Ley Orgánica que unifique y blinde las reformas. Al igual que las agencias u organismos que se creen, dependan del congreso de los diputados.

Estas cuestiones son compartidas por profesionales y referentes en la lucha contra la corrupcion como lo es Joan Llinares, ex director de la agencia valenciana antifraude y profundo defensor de la calidad democratica y del buen gobierno. Para mi, referente sin duda en la materia.

Una ley de este tipo permitiría reorganizar el ecosistema institucional actual —hoy fragmentado entre oficinas, fiscalías, tribunales, organismos independientes y agencias autonómicas— en torno a principios claros, competencias bien definidas y mecanismos coordinados. Daría además seguridad jurídica a los operadores, respaldo político a los órganos de control y confianza a la ciudadanía.

Si algo ha quedado claro en los últimos años es que los planes por sí solos no bastan. Por ambiciosos que sean, si no se acompañan de una legislación clara, transversal y estable, pueden quedar a medio camino. Ya hemos visto con demasiada frecuencia cómo estrategias bienintencionadas naufragan por falta de voluntad legislativa, por exceso de improvisación o por debilidad política.

No se trata de cuestionar el plan. Al contrario: si se lleva a cabo con rigor y compromiso institucional, podría marcar un antes y un después en la calidad democrática, buen gobierno y lucha contra la corrupción  de nuestro país. Pero su auténtico valor dependerá de cómo se implemente y, sobre todo, de si se convierte en una verdadera política de Estado.

El Congreso no puede quedar al margen de esta transformación. Es allí donde debe debatirse, consensuarse y aprobarse una ley que dote de unidad y fortaleza a este plan. No para obstaculizarlo, sino para dotarlo del respaldo normativo que necesita. Y no para añadir complejidad, sino para convertirlo en política pública con vocación de permanencia. La lucha contra la corrupción exige algo más que reformas administrativas o ajustes legislativos dispersos. Requiere un marco jurídico integral, la cooperación leal entre poderes del Estado y el firme compromiso de no retroceder. Y, por supuesto, demanda una ciudadanía activa, informada y vigilante.

Si el plan logra dar ese paso y se traduce en una legislación ambiciosa, debatida y aprobada por mayoría parlamentaria, estaremos no solo ante una mejora de la gestión pública, sino ante un avance crucial para la regeneración democrática, la confianza ciudadana y la cultura de la integridad.

Y entonces, sí, podremos decir que esta vez vamos en serio.