España arde y nadie responde

La farsa autonómica en la gestión de emergencias que nos está costando el territorio y las vidas

Por Juan Carlos Galindo

Este verano, más de 30 incendios han devorado miles de hectáreas en España. El año pasado, la DANA golpeó con fuerza a la Comunidad Valenciana. Cada vez que hay una emergencia de gran escala, el patrón se repite: las comunidades autónomas colapsan, la ayuda llega tarde, y los políticos se lanzan culpas unos a otros. El sistema no funciona. Y es hora de que alguien lo diga alto y claro: la gestión de grandes emergencias debe ser competencia del Estado.

España arde, y no es solo por el cambio climático. Cada verano, el país se convierte en un mapa de puntos rojos: fuegos simultáneos en varias comunidades, miles de hectáreas calcinadas, evacuaciones urgentes y una ciudadanía que asiste, impotente, a la destrucción de su entorno. Este verano ha sido otro capítulo vergonzoso: más de 30 incendios forestales activos en cuestión de semanas, con recursos al límite y respuestas que llegaron tarde o nunca. Pero lo peor no está en los bosques. Lo peor está en los despachos.

Porque en España, la gestión de emergencias no está unificada. Es competencia de las comunidades autónomas. Ellas activan los protocolos, movilizan medios y, cuando todo se les escapa, deben pedir ayuda al Estado o declarar el nivel 3 para que la intervención pase a manos centrales. ¿El resultado? Un sistema fragmentado, desigual, lento y —sobre todo— peligroso.

Lo que debería ser una política de Estado, clara y eficaz, está troceada en 17 formas distintas de hacer las cosas. Con 17 niveles de preparación, 17 formas de entender la prevención y 17 maneras de comunicar o pedir ayuda. Algunas comunidades tienen medios propios. Otras, apenas sostienen lo básico y dependen del refuerzo estatal. Pero todas comparten un problema común: cuando las cosas se complican, no hay mando único, no hay protocolos nacionales de intervención inmediata, y nadie asume responsabilidades.

Y mientras el fuego avanza, los políticos hacen lo que saben hacer mejor: pelearse. Ruedas de prensa, reproches, titulares vacíos, discursos cruzados entre consejerías y delegaciones del Gobierno. Ninguno asume errores. Todos apuntan al otro. Nadie responde.

La situación no es nueva. Ya lo vimos en 2024, con la DANA que arrasó varias localidades de la Comunidad Valenciana. Las alertas estaban activadas, los modelos meteorológicos lo habían anticipado. Pero las medidas preventivas fueron mínimas. Las infraestructuras, vulnerables. Las decisiones, lentas. Las consecuencias: calles anegadas, viviendas destrozadas, personas atrapadas, cientos de muertos, y otra vez la misma escena de siempre. Catástrofe, confusión y silencio administrativo.

Es urgente asumir que el modelo actual está roto. Las comunidades autónomas no tienen ni los recursos, ni la estructura, ni la capacidad operativa necesaria para afrontar emergencias de gran escala. No deberían tener que hacerlo. Porque ya no hablamos de fenómenos excepcionales. Hablamos de una nueva normalidad climática. Incendios extremos, lluvias torrenciales, fenómenos meteorológicos que escapan a las capacidades tradicionales.

En este escenario, la descentralización es un lastre. Y la solución es tan clara como políticamente incómoda: recentralizar la gestión de las grandes emergencias. Que el Estado asuma la competencia directa. Que existan protocolos de actuación automática. Que no dependa de si una comunidad «pide ayuda a tiempo»por las ordenas politicas, sino de una evaluación técnica y centralizada del riesgo. Que haya un mando único, recursos distribuidos y una estructura nacional preparada para actuar sin dilaciones.

Porque, ¿por qué la respuesta ante una catástrofe debe ser diferente si ocurre en Galicia o en Castilla-La Mancha? ¿Por qué una comunidad puede disponer de más medios que otra en función de su presupuesto, y no de la magnitud del problema? ¿Qué sentido tiene mantener un sistema en el que, mientras se decide quién actúa, se quema media provincia?

Hace falta una estrategia nacional real. Una red de prevención, intervención y recuperación que no dependa del color político de un gobierno autonómico. Una estructura de medios aéreos, terrestres y humanos coordinada desde el Estado, con financiación estable y sin guerras de competencias.

Y hace falta también algo que en este país escasea: responsabilidades. Cuando un operativo falla, cuando una decisión llega tarde, cuando una alerta se ignora o una respuesta se retrasa, debe haber consecuencias. Políticas, administrativas, legales. Porque ahora mismo, da igual lo mal que se gestione una catástrofe: nadie dimite, nadie rinde cuentas.

El cambio climático no espera. Las próximas crisis no son una posibilidad: son una certeza. Lo que está en juego no es solo la eficiencia de la respuesta, sino la justicia territorial y la equidad ciudadana. No puede ser que el nivel de protección frente a una emergencia dependa del código postal. No puede ser que cada año vivamos la misma tragedia y nadie cambie nada.

España no puede seguir actuando como si esto fuera normal. No lo es. Y no hay excusas que lo justifiquen. Hace falta una reforma profunda, valiente y urgente. Porque mientras no lo hagamos, el monte seguirá ardiendo, las danas seguiran exsistiendo… y ellos seguirán señalándose. Una verguenza.