La gran mentira de la verificación de las transferencias: el aviso que no evita la estafa

Durante meses, se nos vendió como la gran solución. La nueva norma de validación de transferencias iba a poner fin a las estafas bancarias, a las mulas digitales y a los fraudes que arruinan cada año a miles de ciudadanos. Nos dijeron que, por fin, el sistema bancario comprobaría si el nombre del titular coincidía con el número de cuenta antes de enviar el dinero. Nos hicieron creer que, con esta medida, el dinero de todos estaría más seguro. Pero una vez más, lo que parecía un avance resultó ser un espejismo.

La llamada “verificación” de transferencias no impide nada. Cuando uno intenta realizar una transferencia y escribe el nombre del beneficiario, el sistema compara —en teoría— ese nombre con el titular real del IBAN. Y si no coincide, aparece un aviso en pantalla que dice algo así como: “El nombre del beneficiario no coincide con el titular de la cuenta. Revise los datos antes de continuar.” Y justo debajo, un bonito botón azul que pone “Continuar”. Si lo pulsas, la transferencia se ejecuta igualmente. No se bloquea, no se revisa, no se detiene. Se envía. Y el dinero, en segundos, puede desaparecer para siempre.

Este es el método de verificación que nos han vendido como “protección al consumidor”. Un sistema que, en realidad, no protege a nadie. Lo que hay es una advertencia que no sirve de nada y que, en la práctica, solo cumple una función: exonerar a las entidades financieras de toda responsabilidad. Si después el dinero se pierde, si el cliente es víctima de un engaño, el banco ya tiene su defensa preparada: “Le advertimos, usted confirmó la operación.” Y con esa frase, el problema desaparece del escritorio del banco y se deposita en los hombros del ciudadano.

Lo más grave es que en otros países sí funciona. En el Reino Unido o en los Países Bajos, si el nombre del beneficiario no coincide con el titular de la cuenta, la transferencia simplemente no se realiza. El sistema la bloquea. En España, en cambio, se limita a avisar, como quien grita “¡cuidado!” justo antes de ver a alguien caer. Aquí, el aviso no salva; solo sirve para cubrirse legalmente.

Y mientras tanto, los fraudes siguen aumentando. Las mulas digitales siguen recibiendo fondos, los estafadores siguen creando cuentas con identidades falsas, y miles de personas siguen cayendo cada mes. El banco procesa la operación, cobra su comisión y pasa página. Las víctimas, en cambio, se quedan sin ahorros y sin ayuda. Cuando acuden a reclamar, la respuesta es siempre la misma: “Usted autorizó la transferencia.” La ley, la que se suponía que venía a protegerlos, se ha convertido en el mejor escudo de los bancos para no devolver ni un euro.

En los despachos de las entidades, sin embargo, se respira satisfacción. Hay notas de prensa, hay sonrisas, hay discursos sobre la “mejora de la seguridad digital”. En el salón de los bancos suena la música de siempre: sirenas, copas de vino y palabras huecas sobre innovación y responsabilidad. Se felicitan entre ellos mientras el dinero de los ciudadanos sigue evaporándose a través de las grietas del sistema que ellos mismos han construido.

La tecnología para evitarlo existe. Es posible validar automáticamente si un nombre y un IBAN coinciden antes de mover un solo céntimo y si no coincide parar la transferencia. Pero hacerlo implicaría responsabilidad, y asumir responsabilidad nunca ha sido un plato que los bancos españoles quieran probar. Prefieren el maquillaje legal: leyes que parecen proteger, pero que en realidad no obligan a nada.

La nueva norma de validación de transferencias no protege al usuario. Lo advierte, lo entretiene, lo confunde, y después lo deja solo. Es una cortina de humo regulatoria, un gesto de cara a la galería que sirve para decir que “algo se ha hecho”, cuando en realidad no se ha hecho nada.

Y así, mientras los ciudadanos siguen cayendo en trampas digitales y los delincuentes siguen encontrando puertas abiertas, el sistema financiero español continúa bailando su vals eterno de autoprotección. Porque en este país, cuando suena la alarma, los únicos que se salvan son ellos. Los bancos. Y lo hacen bailando sobre el silencio de las víctimas que creyeron estar protegidas por una ley que, al final, no protege a nadie.