España vuelve a mirarse al espejo y la imagen que devuelve no es nueva: corrupción, tráfico de influencias y puertas giratorias que parecen autopistas. El llamado “Caso Montoro”, desvelado tras siete años de instrucción bajo secreto, no es un episodio aislado. Es la confirmación de un patrón sistémico que lleva décadas pudriendo la relación entre poder político y grandes intereses empresariales. Gürtel, Púnica, Lezo, Kitchen… ahora Montoro. Cambian los nombres, pero el mecanismo es siempre el mismo: el Estado al servicio de unos pocos.
Los datos judiciales son demoledores. Según el juez Rubén Rus, empresas del sector gasista habrían pagado cerca de 800.000 euros a Equipo Económico, el despacho fundado por el propio Cristóbal Montoro, exministro de Hacienda, a cambio de rebajas fiscales diseñadas a la carta. Dichas rebajas se materializaron en dos reformas: una sobre el Impuesto Especial de la Electricidad en 2013 y otra vía Real Decreto Legislativo en 2018, ya en el ocaso del Gobierno de Mariano Rajoy. Mientras tanto, la ciudadanía soportaba el peso de la crisis, recortes brutales y campañas contra el fraude centradas en el autónomo y el pequeño contribuyente. “Hacienda somos todos”, nos repetían. Pero parece que algunos eran más Hacienda que otros.
No se trata solo de los pagos —779.705 euros según el sumario—, sino de la connivencia estructural entre un Ministerio que debía proteger el interés general y las empresas que buscaban ventajas competitivas. ¿Cómo se articula esta relación? Con la vieja fórmula: altos cargos que hoy diseñan normas y mañana asesoran a compañías para sortearlas. Las famosas puertas giratorias, que más que girar, vuelan.
Quien crea que el caso Montoro es excepcional, se equivoca. Es la evolución lógica de un ecosistema político donde la corrupción no es un error: es un método de gobierno. Gürtel convirtió la contratación pública en un botín. Kitchen utilizó recursos del Estado para espiar a quien podía hablar demasiado. Púnica y Lezo profesionalizaron las mordidas. Y ahora, el caso Montoro nos enseña la fase premium: cuando la corrupción no necesita maletines porque se blanquea bajo contratos de consultoría.
La sofisticación no cambia la esencia: privatizar los beneficios, socializar los costes. Cada euro que se dejó de ingresar por esas rebajas fiscales “a medida” es un euro menos para sanidad, educación o dependencia. Eso también es corrupción, aunque no huela a billete en una caja de puros.
¿Dónde estaban los controles? ¿Por qué nadie activó las alarmas? En teoría, existen mecanismos para evitar que la producción normativa se convierta en un mercadillo. Pero la realidad es que son débiles, opacos y, muchas veces, colonizados por los mismos intereses que deberían vigilar. El resultado: leyes hechas a medida de los que pagan.
España necesita un cambio radical en las reglas del juego: incompatibilidades reales —quien diseña normas no puede asesorar ni directa ni indirectamente a empresas que se beneficien de ellas, ni ahora ni dentro de diez años—, regulación estricta del lobby con registro público y trazabilidad de contactos, auditorías normativas para detectar “modificaciones sospechosas” en textos legislativos y endurecimiento penal para los delitos de corrupción normativa, que hoy se diluyen entre tráfico de influencias y prevaricación. Porque el problema no es Montoro ni sus colaboradores. El problema es el ecosistema que lo hace posible, el pantano normativo donde lo público y lo privado se confunden hasta volverse indistinguibles.
Más allá de los delitos que determine el juez, el daño ya está hecho. Cada caso como este erosiona la confianza ciudadana y refuerza el mensaje más peligroso para cualquier democracia: que las leyes no son iguales para todos. Y cuando la gente cree eso, deja de creer en el sistema. ¿Resultado? Cinismo, abstención y caldo de cultivo para populismos que prometen “acabar con la casta” mientras preparan su propio banquete.
No, el caso Montoro no es “una manzana podrida”. Es el árbol entero el que está enfermo. Y mientras no arranquemos las raíces —la opacidad, la impunidad, la captura normativa— seguiremos viendo titulares que se parecen demasiado: Gürtel ayer, Montoro hoy, ¿quién mañana? En un país donde la ley se vende como un producto más, la democracia deja de ser un contrato social y se convierte en un catálogo VIP para clientes premium. Si no queremos vivir en ese mercado de privilegios, toca actuar ya. Y no con discursos, sino con leyes blindadas, jueces independientes y una sociedad civil que no trague más mentiras. Porque cuando la corrupción se viste de ley, lo que está en juego no es un impuesto ni una norma: es la esencia misma del Estado de derecho.



